Peliculeces (Francisco Javier Rodríguez Barranco)

Peliculeces (Francisco Javier Rodríguez Barranco)

Casualmente he escuchado en fecha reciente por la radio que los festivales son el último refugio del cine, lo que además de ser totalmente cierto es tristísimo. Uno ya sabía que las películas de los países eufemísticamente denominados en vías de desarrollo aspiran a poco más que a la gloria de ser recogidos en algún festival de cine, de lo que el de cine iberoamericano, de Huelva, el de cine africano de Córdoba (anteriormente en Tarifa) y el de cines del sur, de Granada, donde el término sur se refiere al sur económico, frente al norte rico (Corea del norte, por ejemplo, sería un país del sur a estos efectos), son una buena muestra. El problema surge cuando en los países más desarrollados y con muchas mejores opciones de distribución la calidad de las cintas desciende a unos niveles bochornosos.

Hace tiempo, muchísimo tiempo, de hecho, que el cine dejó de ser un arte para convertirse en una industria. Eso lo vio perfectamente Enrique Jardiel Poncela, abuelo de Enrique Gallud Jardiel, cuyo libro Peliculeces (es decir, idioteces de película) reseñamos en las siguientes páginas, cuando viajó a Hollywood a principios de los años treinta y vio que aquello era el business puro y duro. Poco más de treinta años habían pasado desde que los hermanos Lumiére iniciaran el cinematógrafo con aquella famosa escena del tren. Apenas treinta años desde que George Meliès sorprendiera al público del momento con sus ensoñaciones artísticas (Viaje a la luna es de 1902) y ya el cine era otra cosa. En 1932, la actriz Peg Entwistles suicidó lanzándose al vacío desde la letra H en el cartel gigante de Hollywood, certificando así la defunción de la fábrica de sueños.

Y no es que sea imposible la creatividad en el país de la meca del cine, donde, y volvemos a la dinámica de los festivales, se celebran certámenes como el de Nashville o el de Sundance, que mantienen toda la dignidad del Séptimo Arte. Al otro lado de la frontera, en Canadá, tenemos el Festival Internacional de Cine de Toronto. Es sólo que el de Nashvillle, por ejemplo, se desarrolla en los bajos de un parquin subterráneo en un centro comercial, lo que permite una idea bastante gráfica de su naturaleza casi clandestina.

Es por ello que el cine, sobre todo el cine made in USA, se ha convertido en materia esencialmente esperpentizable, que es lo que realiza Gallud Jardiel en Peliculeces, que acaba de ser publicada, con la agudeza para la parodia que le caracteriza.

Asistimos así a una serie de observaciones jocosas sobre lugares comunes que, precisamente por ello, pasan desapercibidas, como los electrodomésticos. Con la natural modestia que me caracteriza, yo que me ufano de haber ido al cine una media de tres veces por semana en los últimos treinta y cinco años, no me había parado a pensar que los actores meten ya limpios los cacharros en el lavaplatos o las nulas condiciones higiénicas de la leche puesto que los actores tienen la obligación moral de primero pegarle un tiento a la jarra y luego escupir su contenido.

Tampoco tienen desperdicio los comentarios sobre los devaneos dizzyland de Woody Allen o las aficiones aeronáuticas de John Travolta.

Nos hallamos aún dentro de lo que puede considerarse como la primera parte del libro, denominada “Articulículas”, en la que se nos ofrecen semblanzas sueltas de algunos cineastas, como los recién mencionados, o la reseña de Amadeus (1984), de Milos Forman, reflexiones de ámbito general, como la de los electrodomésticos o la cutrez de los títulos de los largometrajes, así como la escasa formación académica de los guionistas, puesto que la norma general es que no conozcamos el desarrollo de una clase: asistimos tan sólo al comienzo y al final, inmediatamente posterior al inicio. En un pasaje dedicado a las reglas de oro para desarrollar secuelas, algo tan habitual en nuestros días, donde hay incluso precuelas o mediocuelas, no me resisto a citar la siguiente:

“AXIOMA 4. En las secuelas de bajo presupuesto, el protagonista repite corbata y los secundarios, el traje entero”.

Tom Cruise, apóstol de la cienciología, es otro de los parodiados, como no podía ser de otra manera, y recorremos también una galería de galanes incomprensiblemente exitosos, como, por ejemplo, Brad Pitt, del que se dice: “Lo siento si hiero alguna sensibilidad, pero este galán directamente tiene cara de mono”. Muy interesante también la recreación de la partida de ajedrez de la Muerte con David, cuñado del autor de Peliculeces, o al menos así se declara en el libro, inspirada, evidentemente, en El Séptimo Sello (1957), de Ingman Bergman.

Llegamos de esta manera a lo que puede entenderse como la segunda parte de la obra que nos ocupa, categorizada bajo el epígrafe “Cinematorripios”, que Gallud define así: “Los cinematorripios son una modalidad literaria de mi absoluta invención, consistente en escribir críticas de cine en romance medieval. Como no creo que a nadie más se le ocurra hacer una cosa tan absurda, tendré el monopolio de este subgénero durante bastante tiempo. Las películas elegidas aparecen en orden alfabético para contrarrestar en algo el caótico planteamiento de este libro”. Con otras palabras, parodias en romance.

De Alatriste, la españolísima Alatriste (2006), de Agustín Díaz Llanes, se considera que es un:

experimento fallido,
insulso, deslabazado,
incoherente e impreciso,
topicón y, sobre todo,
tremendamente aburrido,

Y también que:

Como el guionista parece
que ha leído en algún sitio
que Quevedo era algo cojo,
nos los presenta cojísimo.
Echanove sobreactúa
y destroza a don Francisco,
que parece un comunista
luchando contra el franquismo

Aunque no todas son crónicas burlescas: Una noche en la ópera (1935), de Sam Wood, Sopa de ganso (1933), de Leo McCarey, y El Séptimo Sello (1957), de Ingman Bergman, entre otras, merecen todos los respetos de Gallud. Frente a ellas se alzan, en muy resumida síntesis, El Cid (1961), de Anthony Mann, donde se afirma: “En fin, quien mejor actúan / son, sin duda, los caballos”, lo que me recuerda el cuarto y último viaje de Gulliver a la isla de los caballos, donde los humanos son unos sucios holgazanes; o Gladiator (2000), de Ridley Scott, de la que se dice:

Gladiator es muy simplón.
Trata de un malo que mata
a la familia del bueno
quien, al cabo, se lo carga.
Éste es todo el contenido

Ya se ve que los guiones escasean en el imperio de los efectos especiales. Tan sólo mandobles a diestro y siniestro, aureolados por unos efectos de ordenador muy guais, como que el Coliseo de Roma se rellena con microfiguritas virtuales.

Ahora bien, ¿por qué suceden así las cosas? Según Matt Groening, Los Simpsons son el retrato de una sociedad que ha perdido las formas. Quizá nos hallemos ante un fenómeno de esa naturaleza, donde todo vale con tal de llenar las arcas. Recuerdo que la última, hasta ahora, entrega de Indiana Jones era un clásico antes de que se estrenara y lo mismo puede decirse de las producciones Disney, que antes llegaban sólo en Navidad y ahora lo hacen coincidiendo con todas las vacaciones escolares. Sólo el necio confunde valor y precio decía Antonio Machado y ésa parece ser la consigna de los grandes estudios, donde algo que se proyecta en una pantalla (muchas veces se me hace muy cuesta arriba escribir la palabra “película” en este contexto) es sólo un valor contable y tabulable.

Y bueno, para terminar estas consideraciones, muy recomendable el colofón de Peliculeces sobre las cuatro preguntas kantianas básicas (¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? ¿Qué es el hombre?) en relación con el reality “Gran Hermano”, que para más inri se inspira en una inquietante y conocida novela de George Orwell. Sencillamente desternillante.