Binimelis y su heterodoxia didáctica

Binimelis y su heterodoxia didáctica

Fácil sería hacer aquí, en unos cuantos párrafos, el elogio de Antonio Binimelis, gran didacta. Bastaría mencionar sus méritos académicos y humanos con esas frases y palabras que suenan bien siempre y que sirven para tantos y tan variados objetivos. Pero si así lo hiciera, si me limitase a decir que Antonio Binimelis fue un gran profesor, él, de oírme, no quedaría contento. Su espíritu científico le haría desear una demostración, la prueba incontrovertible de la fidelidad de lo que yo sobre él dijera. Por ello, en su respeto, habré de recurrir a la fuerza de convicción del ejemplo.

Yo fui uno de los estudiantes que pudieron aprovechar los procedimientos pedagógicos de Antonio. Bien es verdad que me encontraba en una situación especial, por los pocos alumnos que integraban mi grupo y la peculiaridad de los cursos que él impartía. Pero, aparte de los temarios obligados, Antonio me dio varias lecciones que nunca olvidaré.

Era un examen de literatura. Antonio Binimelis me dio el título de un libro —no recuerdo cuál, ahora se verá por qué— y me dijo:

—Escribe sobre este libro todo lo que sepas.

—¡Pero, Antonio! —repuse—. Ese título no lo he oído en mi vida. No tengo la menor idea de lo que pueda ser. ¿No hay más preguntas en el examen?

—No —dijo, sonriéndose ligeramente—. Es la única pregunta y es más que suficiente.

—Pero yo no sé la respuesta, por lo que será inútil que dé el examen —y me levanté, dispuesto a salir de la clase. Más que disgustado por mi ignorancia me hallaba desconcertado ante su pregunta. No era aquello lo que yo esperaba. También estaba enfadado con él, he de reconocerlo. Entonces me dijo:

—Mira, Enrique: tú escribe lo que sepas, lo que puedas. Y si no sabes nada… te lo inventas. Ya veremos lo que pasa.

Aquello me pareció un reto. Al instante cambié de actitud y empezó a parecerme gracioso todo el incidente. Por seguirle el humor decidí escribir algo, aunque ya sabía que mi suspenso era algo seguro. Antonio me miraba y se reía para sí.

Estudié el título. No sabía lo que era aquella pieza literaria, pero empecé a concentrar mi atención. Un libro de poesías no parecía. El título daba la sensación de ser la historia detallada de toda una familia. Es difícil cubrir mucho tiempo literario en el teatro, así que deseché la posibilidad de que pudiese ser una comedia. Pero era una obra de ficción, de eso estaba seguro. No cabía duda de que era una novela. Lo moderno de la lengua hacía pensar en algo cercano, pero carecía de la grandilocuencia del folletín romántico. Me decidí por la teoría de que era una novela realista del siglo XIX. Y francesa, traducida al español, añadí, para darle un toque más preciso. Digamos un continuador de Balzac, de segundo orden. Acabado el juego, le entregué el examen.

Al día siguiente me comunicó que había conseguido una buena nota. Me quedé sin palabras. Las probabilidades de haber acertado eran demasiado remotas para ser tenidas en cuenta. Antonio me aclaró el misterio.

—La novela no la conocías, simplemente porque no existe. El título me lo inventé en el mismo momento del examen —me dijo.

Yo, como es de suponer, no entendía nada. Aquello, ¿era una burla, un experimento?

—El libro en cuestión no existe —siguió—. Pero, de existir, probablemente sería una novela realista francesa. O, al menos, eso era lo que su título podía sugerir entre otras cosas. Le has dado visos de verosimilitud a algo inexistente. Por eso has logrado buenas notas.

—Pero, ¿de qué sirve especular mejor o peor sobre una literatura ficticia? —pregunté.

—Es que la literatura que existe está ya catalogada y codificada. Hay cientos de libros sobre historia de la literatura que te darán más datos de los que yo pueda darte en clase. Aprender nombres de obras reales es una cosa y «sentir» cómo escribían en una época dada unos hombres particulares, con una visión del mundo y un pensamiento propios, es algo muy diferente. La literatura no son títulos y fechas y valoraciones estéticas del crítico de tumo. Los que estudian literatura han de saber hacer su propia valoración y, para  ello, han de hallarse sensibilizados hacia la literatura. Tú has dado ya un paso en buena dirección.

Y ante mi respetuoso silencio, continuó, diciendo:

—Nunca te acobardes ante lo desconocido. Si careces de datos, usa tu intuición. Tú sabes más literatura de lo que crees. Lee mucho, aprende todo lo que puedas y desarrolla tu sensibilidad literaria. ¡Ah! Y no hagas mucho caso de lo que te podamos decir los profesores.

Recuerdo otra ocasión en la que los inesperados métodos didácticos de Antonio me hicieron indignarme con él, antes de saber— ¡claro está!— que todo redundaría en una provechosa lección para mí.

Esta vez el examen era de latín.

—Señores alumnos, el examen va a dar inicio. No hablen entre sí.

En realidad, aquella advertencia era un tanto perfunctoria, pues en la clase éramos solamente dos y nos hallábamos sentados en extremos opuestos del aula.

—Declinen spes, spei.

Yo estaba contento, porque aquella pregunta «me la sabía». Spes, spei, esperanza; de la quinta declinación. Casi orgullosamente dejé correr la pluma sobre el papel, decliné la palabra en singular y en plural, en todos sus casos y me dispuse a escuchar la siguiente pregunta.

Pero no hubo una siguiente pregunta. Antonio se dirigió hacia mí y, con un amplio rasgueo de su pluma, tachó la mitad de mi respuesta.

—¡La esperanza no tiene plural! —dijo, casi a gritos.

Me sentí estafado, engañado. ¿Cómo iba a saber yo —pobre mortal, descendiente de una raza que inventó una lengua tan complicada como el castellano sólo para no tener que aprender latín— que podía haber palabras que no tuvieran plural? Nadie me lo había dicho nunca y a mí, sinceramente, nunca se me habría ocurrido. Protesté en voz alta.

—¡Esa pregunta no es lícita!— grité.

—¿Tú tenías esperanzas de aprobar este examen?— me preguntó Antonio.

—Claro que sí. Yo me sé las declinaciones.

—¿Tenías esperanzas o tenías esperanza? —precisó—. Si tenías varias, ¿cuáles son las otras?

Aquello parecía un sofisma al que no le podía encontrar el quid.

—Lo que tú llamas «esperanzas» son sólo ilusiones de que se cumplan perspectivas, o sea: cosas o situaciones que tienes a la vista. Sufres, pues, de una confusión dialéctica cuando llamas «esperanzas» a esos anhelos de que algo suceda. La esperanza es un estado de ánimo en el que se nos presentan como posibles aquellas cosas que deseamos. Esas cosas constituyen el plural. Pero no puede haber una pluralidad de estados de ánimo en un momento dado. Se puede cambiar rápidamente de uno a otro, pero no pueden ser simultáneos. «Esperanza» viene del latín sperare, que significa esperar, confiar, y es la designación del hábito entitativo de existir hacia el futuro.

No tuve nada que oponer a ello. Así era Binimelis: de una simple palabra pasaba a darte una lección de filosofía. A partir de aquel día, nunca volví a dejar de asistir a las clases.

Y, sin embargo, su erudición no resultaba agobiante, como suele a veces suceder. Ello se debía a que poseía la capacidad de infundir confianza en sí mismos a los alumnos. Esta falta de confianza era mi punto débil. Pero él sabía perfectamente hasta dónde intervenir en la formación del estudiante. En mi caso esta situación se presentó cuando se le eligió para dirigir mi doctorado. Yo, alegremente, había decidido escribir mi tesis sobre los recursos humorísticos de la figura de donaire, especialmente en Lope de Vega, tema en el que me parecía aún quedaba —y sigue quedando—mucho por decir.

Como estábamos de vacaciones, me dirigí a casa de Antonio. Hablamos. A él también le interesaba el tema, por lo que supuse que me llenaría de instrucciones para comenzar a trabajar. No olvidé llevar conmigo bastante papel y una pluma de repuesto. Pronto supe que aquello no iba a ser como yo lo había imaginado.

—Es tu tesis, no la mía —dijo bruscamente. Cuando la escribas, yo corregiré todo lo corregible, pero ahora empieza tú. No querrás que te diga cómo has tú de escribir tu tesis, ¿no es así?

—Claro, claro —repuse. ¿Qué otra cosa podía decir yo?

—Pues, entonces… ¿a qué esperas?

Yo seguía desconcertado.

—¿Por dónde empiezo, Antonio?

—Por donde te dé la real gana, Enrique —fue su respuesta. Y, al ver mi desconcierto, añadió:

—Lee, recoge material sobre tu personaje, sobre su teatro, sobre todo lo que te parezca que tiene la más remota relación. Mejor es que te sobre material que no que te falte. Cuando lo tengas todo, ya verás qué fácilmente se pone él solo en orden y se deja manejar. Ten confianza en ti mismo y empieza. No dudo de que lo harás muy bien.

Dicho esto, se fue a su cuarto a pintar, a entregarse a su gran pasión.

Estuve en medio del salón, de pie, sin moverme, como unos cinco minutos. Y entonces vi claro lo que había querido decirme. ¿Por qué acudir a nadie a que te resuelva un problema que aún no se te ha planteado? Era cuestión de empezar y, si surgían dificultades, ya vería lo que hacía. Aún era pronto; podía ir a la biblioteca y empezar mi tarea. Pero antes me di un paseo sistemático por toda la casa, llena de libros de todas clases, escogiendo de entre los que él tenía aquellos que me pudieran servir u orientar. Cargado con una docena de volúmenes fui a su cuarto de trabajo.

—Antonio, que me voy; me llevo todo esto.

Me miró y asintió con la cabeza, sin decir ni una palabra.

Vinieron para mí a continuación meses de intenso trabajo. Estudié trescientas comedias y un sin fin de libros. Escribí 500 páginas. Se las leí íntegras a Antonio, incorporando las sugerencias que me hacía. Muchas veces, al irle a leer una cita textual que había incluido para probar una aserción, me decía:

—Sáltatela. Ya sé que estará bien elegida.

De esta manera, hacía crecer por momentos mi seguridad y mi fe en mi capacidad de investigación. Por fin quedó acabada la tesis. Se juzgó, se aprobó provisionalmente. La defendí durante dos horas y, por fin, se me anunció que se me confería el grado de doctor. Hubo aplausos y enhorabuenas, pero éstos, a veces, se dan por cortesía y yo quena estar seguro de la calidad de mi trabajo. Así es que esperé a la ocasión propicia y me llevé a Antonio a un rincón, donde no pudieran oírnos.

—Antonio, en confianza, con toda sinceridad, dime una cosa.

—¿El qué?

—A los examinadores, a mis colegas del centro, a los otros profesores, ¿les ha gustado de veras mi tesis? —. Yo necesitaba la respuesta a aquella pregunta para cimentar de una vez por todas mi confianza en mis posibilidades académicas.

Antonio Binimelis hizo una pausa antes de contestar. Entonces dijo:

—Sí les ha gustado, les ha gustado de verdad, Enrique. A mí también me ha gustado. Pero eso no es lo importante.

Le miré, a la espera de que aclarase sus palabras. Y me dijo al oído:

—Lo importante no es que unos cuantos profesores estén contentos con tu trabajo. Lo importante es que Lope de Vega estará contento.

No puedo dejar de sentir lástima por todos aquellos que nunca tuvieron un maestro como él.