Historia estúpida de la literatura (José María Matás)

Historia estúpida de la literatura (José María Matás)

Si desconocía que Bécquer copió algunas de sus más celebradas rimas de la obra de un desconocido escritor romano, liberto de Augusto, llamado Cayus Marcus Hyginus; o que la primera composición teatral en castellano no es el Auto de los Reyes Magos, sino Los fueros de Jaca, del mismísimo copista del Poema de Mío Cid, Per Abbat; si todavía no era consciente de la importancia del bacalao o del ventilador como tópicos fundamentales de la poesía hispana, ni de cómo el cancionero tradicional puede inocular el odio a los niños generación tras generación. Insisto, si no tenía noticia de estos importantes hallazgos filológicos, descuide, no es que sea usted un iletrado de tomo y lomo. Es, sencillamente, que aún no ha caído en sus manos Historia estúpida de la literatura (Renacimiento-Espuela de Plata, 2014).

Dividida en cuatro apartados («Crítica literaria: lo que más necesita el mundo»; «Antología de escritos recién encontrados»; «Literatura explicada para que no haya que leerla»; y «Taller de escritura: “hágalo usted mismo”»)–aunque no se salvan de la desmitificación algunos clásicos de otras literaturas– en la que, con un humor corrosivo plagado de desopilantes momentos, el autor se lanza a la tarea de zaherir a algunos de los grandes hitos de nuestra literatura, poniendo en solfa (copio de la presentación) «a los autores pelmazos esta heterogénea miscelánea de artículos, poemas, textos dramáticos, jitanjáforas…, de índole burlesca salida de la pluma del profesor Enrique Gallud Jardiel (Valencia, 1958), supone una ingeniosa invectiva contra el canon de las letras fundamentalmente españolas, a los libros infumables, a los clásicos soporíferos, a la preceptiva académica, a los estudios pedantes, a las investigaciones absurdas y a otros varios aspectos de ese negocio del que comen los libreros y al que muchos se empeñan tontamente en definir como arte literario».

Después de haber dado a la imprenta más de treinta «plúmbeos» ensayos sobre literatura, historia y filosofía que, según se deduce de la lectura de este libro, no le han valido más que para acumular conocimientos inútiles y darle de comer a los fabricantes de analgésicos, el autor ha decidido plantarse y el resultado de esa caída del caballo es esta colección de textos apócrifos, parodias teatrales y versiones líricas en las que el autor se ríe hasta de su sombra, pasando por el cedazo del humor desde clásicos intocables como Cervantes, Azorín, Lorca o García Márquez, hasta la propia crítica literaria pasando por la preceptiva característica de los modernos talleres literarios.

Mordaz e irreverente, Gallud exhibe a lo largo de este antimanual un sentido del humor que arraiga en una amplia tradición española, no siempre debidamente ponderada, que entronca con el de autores como Ramón Gómez de la Serna –a quien homenajea sirviéndonos en el libro una nueva ración de greguerías adaptadas a nuestros días, como la que reza: «La arroba de Internet es una ‘a’ que tenía frío y se envolvió en una manta»– y con el estilo que cultivaron los descendientes directos del anterior, los miembros de «la otra generación del 27», como ha sido llamada, o, en términos no menos imprecisos pero bastante más sugestivos, «la generación inverosímil, esto es, a la que pertenecieron su –efectivamente– abuelo Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura o, quien reconociera precisamente en Ramón «el clarín alegre que nos llamó al combate», Edgar Neville.

Pero junto a los que Pedro Laín Entralgo definió como «los renovadores del humor contemporáneo», aquellos a un tiempo cosmopolitas y españolísimos, renovadores y castizos coetáneos del grupo poético del 27 que forjaron sus primeras armas en revistas como Buen Humor o Gutiérrez –cuyo aliento envolverá décadas más tarde proyectos como La Codorniz, y que forjarán una comicidad que podemos rastrear aún hoy en la filmografía de un José Luis Cuerda o en los gags radiofónicos de un Juan Carlos Ortega–, se respira en esta Historia, sin necesidad de que la mención haya de ser tampoco explícita, un aroma astranesco que, en la genuina tradición de García Álvarez y Muñoz Seca, trata de promover una visión socarrona de asuntos habitualmente serios y solemnes, como suelen serlo los que tienen que ver con la literatura.

En este sentido, esta sucinta enumeración, no diré de influencias sino de afinidades electivas, estaría incompleta, sin necesidad de remontarse tan atrás, si no comentásemos la similitud que algunos de estos textos guardan con el estilo característico de una de las revistas literarias más combativas, lenguaraces y desternillantes de los últimos años: La Fiera Literaria. Con aquel grupo reunido alrededor de la figura del recientemente desaparecido Manuel García Viñó, comparte Gallud Jardiel no ya solo espíritu dinamitero, sino la utilización de dos recursos inconfundibles de aquel mítico libelo, la poesía satírica, por un lado, y el método –verdadero martillo de herejes– de la «crítica acompasada» –así denominada porque se sirve de anotaciones que se realizan al compás de la lectura–, por el otro: herramientas de las que se sirve Gallud para enfocar en este caso con total desinhibición no la obra de los consabidos Marías, Grandes, Montero o Pérez Reverte, sino la de algunos de nuestros más reputados clásicos.

Como sea, a todos los anteriores –aunque esto resultaría igualmente aplicable a Aristófanes, el Arcipreste de Hita o Quevedo– les vincula un común deseo de mezclar lo elevado con lo bajo a través de vertiginosos cambios de nivel, obteniendo como resultado un extrañamiento en el lector del que brota un humor fresco, descacharrante. Es lo que sucede en piezas como «Claves literarias del carácter hispano», en la que el autor se pone el traje de un Ortega y Gasset bufo para explicarnos con mayor claridad que lo que hubieran sido capaces todos los maestros del 98 juntos qué es lo que nos identifica a los españoles como pueblo, y todo a través del ejemplo de la zarzuela Gigantes y cabezudos; o en la desternillante reseña «Apreciación crítica de Pirobolino Fulaz», donde consuma una exhibición de técnica filológica para analizar un texto, naturalmente apócrifo, de la no menos inexistente poetisa Floriana Roz, enmarcado dentro de la personal y ficticia trayectoria de la autora.

Esta inclinación al juego erudito, la burla irreverente, la concepción lúdica de la literatura, vehiculan todo el libro, alcanzando momentos realmente divertidos, como en el estudio que el reputado orientalista que es –y esto sí que es totalmente cierto– Gallud Jardiel consagra al Dvichakra sûtra, el famoso tratado sánscrito para aprender a montar en bicicleta, capítulo que nos deja momentos hilarantes como este que no me resisto a reproducir:

Es conocido el caso del asceta y yogi Mahâreta, quien meditó durante novecientos años y logró que el dios Vishnu se le apareciera y se ofreciera otorgarle el don que quisiera.

Mahâreta pidió la habilidad ciclística y Vishnu se le concedió. Pero la primera vez que montó en el complicado artefacto, el asceta se pegó un tortazo indostaní, se partió un chakra y acabó con las rodillas despellejadas.

Invocó de nuevo al divino Vishnu para reprocharle y el dios, con la amabilidad que le caracteriza, le explicó que novecientos años no eran suficientes. Si hubiese efectuado penitencias durante al menos mil, su pericia al manillar no hubiera tenido igual en los tres mundos. Mahâreta aprendió la lección espiritual, renunció a las vanidades ciclísticas y alcanzó allí mismo la liberación (moksha).

Algunas de estas falsas críticas, fruto de las detectivescas investigaciones en bibliotecas remotas o en el Rastro que el narrador perfila, constituyen verdaderos cuentos breves, caso de «El Comité de Kafka», sobre la aparición de un manuscrito olvidado de un relato del escritor de Praga, o su soberbia parodia “a lo Galdós” del encuentro de unos conspiradores no demasiado revolucionarios en «Los creadores del pánico». A veces, como en «Los bolsillos de Robinson Crusoe», la anécdota, en este caso el lapsus calami que permite que Robinson se desnude totalmente y nade hasta el barco encallado junto a la isla para luego llenarse los bolsillos (sic) de cosas útiles, le da pie a una disertación llena de posibilidades ocurrentes; en otras ocasiones, como cuando descubre –«en la biblioteca de un monasterio, junto con un códice miniado del siglo XII que contenía la receta para hacer tocino de cielo sin emplear huevos en absoluto»– cuatro octavas reales que pertenecen al Canto III de La Araucana de Ercilla, se regala la ocasión de inventarse unos versos que al tiempo que emulan el estilo autor de turno –dos terceras partes del libro lo conforman este tipo de ejercicios– destilan comicidad en cada rima:

Dijo Valdivia: «Ínclitos hispanos,

honra y orgullo de cualquier milicia:

me pesa, porque os quiero como a hermanos,

tener que daros una cruel noticia;

en nuestra guerra con los araucanos

variará nuestra dieta alimenticia

y habremos de ser parcos como ascetas

porque se han acabado las galletas.

 

Una de las partes más atractivas de la obra es, de este modo, aquella en la que se dedica a contarnos el argumento de algunas de las más grandes obras de la literatura universal en versos romanceados, aunque eso sí, sin circunloquios, yendo al grano. Un noble fin le mueve a hacerlo, pues como él mismo dice:

La sociedad es implacable y, si no posees cultura literaria, no te toman en cuenta; si no conoces a algunos escritores, en algunos círculos snobs hasta es difícil ligar. Por ello facilitamos aquí versiones sintetizadas de los clásicos, para no tener que leerse textos infumables ni molestarse en ver la película.

La Ilíada, Romeo y Julieta, Fuenteovejuna, El condenado por desconfiado, El estudiante de Salamanca, Don Juan Tenorio, Cyrano de Bergerac, El nombre de la rosa, La vida es sueño –para mí gusto el mejor de la serie– o Hamlet son de este modo explicadas para que no tengamos que perder nuestro tiempo en leerlas. De esta última tragedia de Shakespeare, autor al que da cera en diferentes momentos del libro para mayor gloria de Marlowe, dice, entre otras cosas, lo siguiente:

Hamlet piensa una añagaza,

se finge loco, ama a Ofelia

que se ahoga en una charca,

la madre sospecha cosas,

el tío no entiende nada,

llegan Rosenkrantz y el otro,

se concerta un duelo a espada,

muere hasta el apuntador

y la tragedia se acaba.

 

Capítulo aparte merece la sección dedicada a los consejos para escribir bien, es decir, con provecho y éxito garantizados. Como Hanif Kureishi, a quien hace unas semanas escuchábamos despotricar contra los talleres literarios –pese a impartir él mismo uno: no me digan que esto no es también gracioso–, Gallud se calza el traje de posmoderno impartidor, valga el neologismo, para darnos una serie de lecciones que, según se mire, no son ninguna tontería. El procedimiento creativo de la desmitificación se erige en la clave de bóveda de la «antiliteratura» que propone el autor, un método sencillo y bastante barato, «resultón», indicado para todos aquellos que «quieran escribir y no sepan qué». Al fin y al cabo, reza una de sus máximas: «¿es que no tener ni idea de algo te impide escribir sobre ello? Evidentemente, no. Si la gente sólo escribiera de lo que sabe, no existiría el periodismo.» Y nada más efectivo para obtener resultados sorprendentes que servirse del sistema de la «inversión». El autor, el burlador más bien, imagina, de este modo, varios argumentos que le dan la vuelta como a un calcetín a algunas historias sobradamente conocidas y que mutan, por ejemplo, en la historia de un escarabajo que se despierta por la mañana y se encuentra con que se ha convertido misteriosamente en un hombre; en la de dos familias muy amigas que deciden casar a sus hijos para así tener pretexto para seguir merendando los unos en la casa de los otros pero que deben afrontar un hecho trágico: que los chicos se odian desde niños y la boda resulta un desastre; o en la de un astrólogo que le dice a un rey que su hijo será muy violento y le matará, a resultas de lo cual el rey decidirá cortar por lo sano y cargarse a su hijo en la cuna, asfixiándole con una almohada «que estaba ya vieja y había que tirarla de todas maneras».

Invertir el argumento de La Metamorfosis, Romeo y Julieta o La vida es sueño –la técnica, hay que reconocerlo, es casi tan antigua como la propia literatura– es una de las recomendaciones que el autor brinda a todos los autores interesados en triunfar, pero no es ni mucho menos la única. En «Cien maneras de no empezar un libro», el autor brinda una serie de útiles indicaciones para evitar los inicios «prohibidos», como el llamado «inicio pedantiplúmbeo», cuyo máximo exponente es: «En un lugar de la mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…»; y en otro capítulo dedicado a tratar diversos procedimientos de creación literaria explica cómo aplicar diversos procedimientos fijados de antemano a una base argumental conocida –en este caso Caperucita roja, de Perrault– con resultados ciertamente sorprendentes. Y no solo los narradores, sino los líricos recibirán su curso «infalible» para «convertirse de la noche a la mañana en un poeta ultimísimo y cuyo fulgurante éxito se debe a la falta de criterio de muchos lectores». Con un sencillo truco a base de combinar al azar sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios procurando que los términos «no tengan relación ni conexión conceptual alguna entre sí», el alumno a quien no le haya convencido la recomendación, ofrecida en otro momento, de no empezar un libro de ninguna manera –«Así habrá un libro menos en el mundo y eso saldremos ganando»–, podrá dejar turulato al auditorio con metáforas tan herméticas como deslumbradoras.

A pesar de todo, aunque en los mejores momentos de la obra vemos materializarse aquello que expresaba Sigmund Freud sobre el humor cuando decía que «no sólo tiene éste algo liberador (…) sino también algo grandioso y exaltante», es cierto que en ocasiones da la impresión de que el autor se deja ir, como si la corriente de «disparates» que se salieran al paso fuera incontenible y la amenaza del chiste fácil, que lo alejan de lo mairenesco y lo acercan al artículo de la Frikipedia (algunos, ojo, divertidísimos), no pudiese ser siempre evitada, sofocando los poros abiertos de nuestra avivada hilaridad. La falta de elaboración de algunos textos (como «Qué nos enseñan las zarzuelas» o «Ficción al desnudo») contrasta con el estilo del que hace gala en otras piezas («véanse, por ejemplo, «Foruncios corviplastos: qué son, cómo se crumean y otras normas de mantenimiento», texto en el que se mete en la piel de un tal Julio Cortázar, o «Entienda a Góngora en quince días»), en los que la variedad de géneros, metros y recursos retóricos empleados corre al burlón auxilio de la inteligencia.

Sin embargo, ni estas caídas –nada más lejos de nuestra intención que intentar equiparar aquí complicación con valor – ni las tildes anteoleanas que pueblan la edición, lastran un libro que no oculta, por otro lado, su condición paradójica: la de ser una obra que habla de autores y libros que presuntamente nadie ha leído y que el autor recomienda no leer. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que esto es un mero artificio, pues salta a la vista que solo podrá disfrutar plenamente del libro quien conozca esos textos y, aunque no faltará quien acuda a los mismos –la burla, por desgracia, puede actuar también como eximente de la ignorancia–, seducido por la promesa de que allí se va a hacer escarnio de alguna vieja gloria («y si habla mal de España…»), de la cargante crítica, o de la especie humana en general, maldita la gracia que pueden tener esos desaires, tanto más graciosos cuanto más alto apuntan, si se desconoce el motivo del choteo. De esta forma, para que la carga explosiva que el humor contiene detone en sazón no solo es necesario que el autor conozca a fondo los modelos, como demuestra con suficiencia, sino que el lector desprejuiciado también participe, se involucre en el juego, sea cómplice de unas relecturas que, así lo entiendo y perdonen la circunspección –la crítica, ¡esa aguafiestas!–, no pretenden ridiculizar ni minusvalorar la trayectoria de escritores, como los mencionados, en su mayoría de primerísimo orden, sino ponernos en guardia ante las supuestas verdades absolutas y la intransigencia de los fanáticos.

Que el humor es una cosa muy seria es algo que, en la estela del creador de ¡Espérame en Siberia, vida mía! o Pero, ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, conoce sobradamente este hombre que se ha empeñado de dignificar lo cómico ya no meramente como recurso, ni siquiera como género en pie de igualdad con el resto, sino como un antídoto contra el tedio, como un desactivador de imposturas, y en último extremo, considerado un fin en sí mismo, como una actitud ante una realidad con una innegable propensión –bies es cierto que motivos no nos faltan– hacia el gris.

No en vano, en alguna ocasión Gallud Jardiel se ha encargado de recordarnos aquellas palabras de un personaje de Muñoz Seca (en El padre alcalde nos revela):

La risa es lo más sano, lo más bueno, lo que más se parece a la felicidad. Lo único que hay en el mundo digno de estimación es una buena carcajada. Y quienes la produzcan con su arte, su ingenio o su gracia merecen la gratitud de las gentes.

Es por lo tanto, de justicia darle las gracias a este tenaz habitante del hodierno callejón del gato por las risas y sonrisas que con este ejercicio crítico y metacrítico, literario y metaliterario, nos ha regalado. Si fuese verdad aquello que decía Orwell de que «cada broma es una revolución en miniatura», la guillotina de la República de las Letras habría encontrado aquí a un más que eficiente administrador. Todo apunta, además, a que le queda piedra para rato para seguir afilando la hoja. Y a cara descubierta. ¡Ay!